Leyendas urbanas

Recibo hace unos días un mensaje electrónico, supuestamente remitido por un médico de una prestigiosa clínica, donde se relata el caso de una joven que, estando de copas, es sedada con alguna sustancia vertida en su bebida y despierta sin sus dos riñones.

Dejo el ordenador abierto y mi hija mayor lee horrorizada parte del mensaje. Trato de explicarle que la historia carece de verosimilitud, que no es más que otra leyenda urbana. Entonces me pregunta qué es una leyenda urbana y le cuento otros ejemplos, como los cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York o la autoestopista de la curva. Lejos de tranquilizarla, solo consigo meterme en un jardín, porque cada uno de los ejemplos le inquieta todavía más.

Curiosamente, en la misma semana una emisora de radio y una canal de televisión abordan el tema de las leyendas urbanas, término al parecer acuñado en 1968 por el folclorista estadounidense Richard Dorson, quien define este tipo de relatos como una historia moderna que nunca ha sucedido, contada como si fuera real. Por cierto, en la información televisiva se aseguró que el sucedido de la autoestopista de la curva tiene su origen en la Edad Media y ya entones la chica advertía a los conductores de los carruajes del peligro que acechaba tras una curva. Situar su origen en la Edad Media tiene también algo de leyenda urbana.

Tratando de encontrar casos más cercanos, me viene a la memoria la historia que nos contábamos de niños sobre una sombra que parecía la silueta de un sacerdote, proyectada por el sol a determinada hora en los alrededores de la Peña Aizpea, al parecer porque un cura había perecido ahogado en el Arga por aquella zona. Y también recuerdo haber oído sobre la existencia de un túnel que comunicaba la iglesia de los Reparadores de Puente la Reina con el fuerte Infanta Isabel. Incluso alguna vez hicimos planes de explorarlo, aventura que nunca llevamos a cabo.

Pero lo que todavía me hace gracia es aquella creencia de que los sapos -que nosotros llamábamos arrapos- eran capaces de escupir una saliva tan nociva que podía dejarte ciego si te alcanzaba un ojo. Por eso, cuando veíamos uno, nos cubríamos los ojos con una mano mientras le apedreábamos con la otra. Creo haber dejado atrás esa fobia hacia los arrapos. De hecho, hay uno que habitualmente elije la alfombra de la entrada de mi casa como lugar para pasar la noche. Cuando me lo encuentro, le miro abiertamente. Y, por supuesto, ya no le tiro piedras.

Comentarios