Cuando uno
visita Sri Lanka, entiende por completo el significado de serendipia: “Hallazgo
valioso que se produce de manera accidental o casual”. Y entonces se explica
que el término proceda de Serendip, antiguo nombre que daban los persas a la
Ceilán de nuestra EGB.
Basta
recorrer esta isla del Índico, algo menos extensa que Andalucía, para confirmar
que su antigua denominación no vino por casualidad. Asombra encontrar hasta
ocho lugares declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, incluidas
ciudades que atesoran más de dos milenios de historia.
Transcurridos
solo diez años del fin de una guerra civil, y unos pocos meses de la cadena de
atentados del Domingo de Pascua en iglesias católicas y hoteles, cabría pensar
que Sri Lanka no fuera un país seguro. Sin embargo, transmite todo lo
contrario. E incluso te desconcierta positivamente con detalles como la llamada
de un banco a tu hotel porque te has olvidado la tarjeta en un cajero automático
y la persona que entró después la entregó en la oficina bancaria. Un gesto que
choca menos cuando vas descubriendo la amabilidad de los srilanqueses con los
visitantes.
Y maravilla,
por supuesto, su naturaleza: cumbres que superan los 2.000 metros, campos
infinitos de té, arrozales enmarcados entre bosques tropicales y extensas
playas casi solitarias. No deja de ser un hallazgo la fauna de la isla, en
especial por los elefantes, majestuosos y venerados, y los omnipresentes monos,
tan simpáticos como descarados.
Sorprende también
la religiosidad que impregna la sociedad, manifestada no solo en los numerosos
templos budistas, hinduistas, musulmanes y católicos, sino también en los
altares de los distintos credos que jalonan las carreteras de la isla.
Bajando a
aspectos más prosaicos, llama la atención la forma de conducir de los
srilanqueses, quizá algo anárquica para nuestros cánones. Pero todavía resulta
más inesperada la paciencia que demuestran entre sí los conductores en los
enjambres que forman coches, tuk tuks y autobuses. Esa capacidad de aguante, o respeto, alcanza su máxima expresión en la ausencia de reproches ante
determinadas maniobras que aquí encenderían al más templado.
Sin duda, la
antigua Serendip es un hallazgo valioso descubierto de manera casual. Lo
curioso es que los visitantes no somos los únicos asombrados. A los
srilanqueses también les sorprendemos los occidentales y, especialmente los
niños, no pueden en ocasiones evitar darse codazos y reírse disimuladamente
cuando se cruzan con nosotros. Debemos de resultarles muy exóticos.
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