La inevitable playa

Como suele ocurrir en este tiempo de verano, ya he padecido mi primera escapada a la playa. La memoria, que muchas veces es traicionera, te oculta las penurias propias de un día de playa y para ello te ciega con la atracción irresistible de unos días de vacaciones. Y he vuelto a caer.

Embadurnarse de crema protectora es el primer paso para pasar unas horas junto al mar. Cada vez me planteo con mayor insistencia qué sentido tiene protegerse con tal denuedo frente a un agente presumiblemente peligroso, en este caso el sol, cuando evitarlo es bien sencillo. Vendría a ser como entrar voluntariamente provisto de una careta antigas en una habitación infestada de gases tóxicos.

Además, darse crema protectora es todo un arte. No sólo porque tienes que distribuirla uniformemente sobre la piel de tus hijos -que si ya se mezcla con la arena desemboca en una situación indescriptible-, sino porque dársela a uno mismo siempre deja una “zona cero” en el centro de la espalda, más que nada debido a las limitaciones físicas de cualquiera que no tenga demasiadas dotes contorsionistas.

Y qué decir de la dificultad de andar sobre la arena hasta llegar al punto óptimo, es decir próximo al agua para vigilar a los niños y que además sople brisa. Si en este trayecto la arena quema (o en el de vuelta), uno puede empezar a ver espejismos a diestro y siniestro, como si estuviera perdido en pleno desierto.

Así, en una playa francesa de la costa atlántica donde todavía quedan restos de un complejo de búnkeres dispuesto allí por el ejercito alemán durante la Segunda Guerra Mundial, cargado camino del coche con la bolsa y la silla de playa, no pude evitar retrotraerme al desembarco de Normandía. Con el peso que acarreaba, llegué a imaginarme como un soldado aliado con su mochila de combate y un mortero a la espalda, intentando salir de la playa bajo el fuego enemigo, cuando sus pies se hundían irremediablemente en la arena.

Afortunadamente, logré salir indemne de aquel infierno y alcanzar mi objetivo: un chiringuito -aunque en Francia no se llamen así- donde recompensaron mi hazaña con una cerveza fría. Todo esfuerzo tiene su premio.

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