Cada vez que vuelvo, recuerdo cuánto me gusta la Javierada. No sé si me retrotrae a tiempos de juventud, quizá sea la atracción del santo con el que comparto nombre y al que admiro o puede que simplemente necesite cumplir con una tradición tan navarra, pero siempre que acudo a la peregrinación hasta el castillo pienso en todo lo que me habría perdido si llego a dejar que la vagancia me venciera.
Aunque no hago la Javierada completa, lo confieso, encuentro inigualable la sensación de triunfo que te acompaña al cruzar la explanada del castillo a tu llegada. Tan inigualable como la conversación sincera del camino o cuando te dejas literalmente "derrumbar" en el césped para comer, con la impresión de que nunca más lograrás volver a levantarte. Pero sin duda, me resultan irrepetibles los encuentros y reencuentros constantes a lo largo de toda la jornada. Eso sí que mitiga el cansancio y alegra las penalidades del camino.
Voy a guardar celosamente todas estas sensaciones para que, cuando se acerque la próxima Javierada, la pereza no tenga ninguna posibilidad de convencerme. Prometido, tocayo.
Aunque no hago la Javierada completa, lo confieso, encuentro inigualable la sensación de triunfo que te acompaña al cruzar la explanada del castillo a tu llegada. Tan inigualable como la conversación sincera del camino o cuando te dejas literalmente "derrumbar" en el césped para comer, con la impresión de que nunca más lograrás volver a levantarte. Pero sin duda, me resultan irrepetibles los encuentros y reencuentros constantes a lo largo de toda la jornada. Eso sí que mitiga el cansancio y alegra las penalidades del camino.
Voy a guardar celosamente todas estas sensaciones para que, cuando se acerque la próxima Javierada, la pereza no tenga ninguna posibilidad de convencerme. Prometido, tocayo.
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