Caminábamos apresurados para hacer un transbordo en el metro de Madrid, cuando la señora que iba unos metros por delante sacó su cartera, se puso a rebuscar mientras andaba, y se le cayó un bono para viajar en el suburbano.
Atento, me
agacho sin detenerme para recogerlo, se lo muestro a mi acompañante, madrileña
ella, y le pregunto si es válido. Nada mas confirmármelo, acelero el paso para
alcanzar a la propietaria. Trato de frenarme un poco para no asustarla: ya se
sabe, que un desconocido te aborde súbitamente no está entre las situaciones
preferidas de los vecinos de una gran ciudad.
Llego hasta
ella: “Perdone, perdone, se le ha caído este billete”, le digo. “Ah, gracias,
pero no se preocupe, está gastado”, me responde. Al menos se lo queda, supongo
que para mitigar su culpa ante mi cara de estupefacción.
Sigue andando
y yo me quedo clavado, esperando que mi acompañante llegue hasta donde me
encuentro. “Qué bien, eh, ya has hecho la buena acción del día”, exclama
sonriente. “No -le respondo-, ya he hecho el canelo. La muy cochina lo había
tirado al suelo disimuladamente”.
Comentarios