Un rey negro

(Este es el cuento que presenté, sin éxito, al VII Certamen de Cuentos de Navidad ‘Heraldo de los Reyes Magos’)

La llegada de Beltza provocó un revuelo entre los pacientes como no se recordaba hace años. Pocas veces se había visto a los residentes de la clínica tan ilusionados, ni siquiera cuando se derribó el muro del patio para convertir la zona de esparcimiento en un luminoso jardín.

Con apenas cinco meses de vida, el cachorro de galgo, tan negro como despierto, supo ganarse en días el afecto de la mayoría de la clínica. Bastaba observar su comportamiento con los pacientes para entender por qué Beltza era tan querido. De no tratarse de un perro, uno podía llegar a pensar que conocía su misión allí: la terapia asistida con animales para personas con enfermedad mental.

Porque de otra manera era difícil comprender la paciencia con que el galgo aguantaba que cada mañana una persona distinta tirara de su correa en el grupo de paseo. Parecía entender la ilusión con que vivía el encargado diario su protagonismo de cuidador. O así lo transmitía su actitud dócil y su falta de reacción hacia los tirones, inintencionadamente bruscos en la mayoría de ocasiones. 






Por las tardes, Beltza tenía un programa más llevadero. En la planta de pacientes de mayor edad, y con menos posibilidades de movimiento, esperaban su llegada como si fuera la de un bebé. Sentados en círculo alrededor de la sala, todos se esforzaban por llamar su atención para que se detuviera y poder acariciarlo y cepillarlo. Mientras, el galgo, con ese sentido especial que tienen los perros, elegía como primer destino la rueda derecha de la silla de Mercedes. Una vez parado, elevaba su cabeza hasta que la mano de la anciana pudiera acariciarla sin esfuerzo. Y Mercedes sonreía porque, como ya había contado muchas veces, Beltza le recordaba mucho a Morico, aquel galgo que acompañaba a su marido, Antonio, cuando salía a cazar liebres. Y que Antonio y Morico volvieran a casa con un par de liebres siempre era motivo de alegría en aquellos años en los que no abundaba la comida.

Apenas cumplía su primer mes en la clínica, cuando Beltza perdió algo de protagonismo entre los pacientes. Su actitud no había cambiado, más bien al contrario. Cada vez conocía mejor a los residentes y había aprendido a adaptar su comportamiento para agradar a cada uno y, como consecuencia, sentirse a su vez correspondido. En realidad, tampoco hacía falta ningún análisis sociológico para hallar el motivo que alejaba a Beltza del centro de atención. La razón venía marcada por el calendario: toda la clínica estaba volcada en preparar la próxima Navidad.

A partir de la segunda semana de diciembre, los preparativos de las Navidades protagonizaban la actividad de los pacientes y del personal del centro. Había tanto por hacer: montar los dos belenes (uno en el vestíbulo, con más de 40 figuras, y otro en el comedor, algo más modesto en cuanto a participantes), decorar el árbol de la puerta de entrada y, por supuesto, el del jardín. Para el segundo nunca faltaban voluntarios, y bien necesarios que resultaban, pues había que adornar un abeto de más de tres metros de altura. Incluso, y esto se convertía en lo más llamativo, era preciso contratar un camión-grúa con canastilla para colocar la estrella en la copa y las luces en las ramas más altas.

Y además de la decoración, todos los días a media tarde tenía lugar el ensayo del coro para la actuación del día 23 de diciembre, a la que estaban invitados los familiares de los pacientes. Tratando de que se adaptara a la nueva rutina del centro en los días previos a Navidad, el segundo día del ensayo Beltza fue llevado a acompañar al coro. A los suaves acordes iniciales del “Ay del chiquirritín” interpretados al piano, le siguió el sonido inesperado y ronco de la zambomba que primero asustó y luego terminó por lastimar los oídos del galgo, hasta que abandonó corriendo el salón de actos.

Quizá por el desasosiego provocado por el sonido de la zambomba o quizá por la falta de atención de los pacientes, lo cierto es que el comportamiento de Beltza había cambiado. En muchos momentos ya no era aquel galgo tranquilo y paciente. Incluso protagonizó sus primeras travesuras, como aquel día que desapareció la mula del belén del vestíbulo y nadie supo nada de ella hasta que el jardinero la encontró semienterrada junto a un seto. Algo más que travesura consideró Paula, la jefa de enfermeras, cuando el galgo salió corriendo con una tira de espumillón en la boca y, al intentar quitársela, una residente anciana perdió el equilibrio y todos temieron que se hubiera roto la cadera en su caída.

Paula veía con preocupación el comportamiento del perro en los últimos días, por lo que reunió al equipo de enfermeras responsable de Beltza para decidir cómo actuar. Concluyeron que su actitud era consecuencia de haber perdido el contacto con los pacientes y, para qué ocultarlo, también el protagonismo. Se decidió que acompañara al coro todas las tardes en los ensayos, eso sí, eliminando del acompañamiento musical tanto la zambomba como cualquier otro instrumento de percusión que dañara sus oídos.

La vuelta a la relación diaria dio sus frutos: la docilidad, paciencia y tranquilidad volvieron a adueñarse de Beltza. Y al mismo tiempo, su presencia en los ensayos sirvió de elemento tranquilizador para los componentes del coro, preocupados por la responsabilidad de cantar ante tanta gente y de poner la parte musical al recibimiento a los Reyes Magos que se representaba en la tarde del 23 de diciembre.

Con la conexión entre pacientes y galgo nuevamente establecida, no podía tardar en llegar una petición que Paula tomó a broma en un primer momento, pero tuvo que empezar a considerar cuando ya sumaban siete los miembros del coro que se la habían transmitido. Querían que Beltza, al que no sólo consideraban uno más sino alguien muy especial, participara en la fiesta de Navidad. No sabían cómo, pero pedían que ese día estuviera con ellos.

La jefa de enfermeras intentó quitarles la idea de la cabeza. Incorporar a Beltza a la clínica había tenido que superar muchas oposiciones, tanto de la dirección del centro como de algunos familiares. Que el perro apareciera en la fiesta de Navidad podía no ser entendido por todo el mundo. Quiso saber qué opinaba Ramón, psicólogo del centro que ejercía como director del coro, confiada en que le daría la razón. Sin embargo, su respuesta no fue la esperada.

- Entiendo tu postura, Paula, pero como profesional y desde mi visión de director del coro, tengo que decirte que desde que Beltza ha asistido a los ensayos, los progresos del coro han sido notables. Y estoy seguro de que su presencia en la fiesta que tendrá un efecto tranquilizante.

 Quedaban dos días para el 23 de diciembre y Paula tenía que tomar dos decisiones: si iba a permitir que el galgo estuviera en la fiesta y, de hacerlo, cómo participaría. Temía la reacción de la dirección y de algunos familiares. Pero al mismo tiempo se recordaba a sí misma que desde el primer momento apoyo la implantación en la clínica de la terapia asistida con animales. Excluir a Beltza de la fiesta supondría una ruptura con el proyecto terapéutico que, de momento, sólo ha dado buenos resultados, se dijo para terminar de convencerse. A la hora de decidir su participación, Paula tenía claro que aquella era una oportunidad para reforzar el papel del galgo entre los pacientes.

Por eso, el 23 de diciembre, no le resultó tan descabellado ver avanzar a la comitiva real camino del salón de actos. En cabeza, Melchor, encarnado por un operario de mantenimiento de la clínica; seguido de Gaspar, que se parecía mucho a un cocinero del centro; y en tercer lugar, un orgulloso Beltza, ataviado con una capa de armiño confeccionada a medida. Al entrar en el salón, las reacciones se sucedieron en tres fases: de las expresiones de sorpresa a la hilaridad ante una estampa inusual, para terminar con un aplauso respetuoso a los tres reyes. No era para menos, pues el porte de Beltza, altivo y aristocrático, bien parecía condensar en su mirada las vivencias de tantos de sus antepasados que habían sido los favoritos de monarcas medievales. Esta vez, el joven galgo negro era el rey, no sólo en la ficción como Baltasar, sino también en la realidad diaria de la clínica.

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