A mi hija Lucía le encantan las magras con tomate y a mi madre, las torrijas. Así que cuando esta Semana Santa la abuela Ana Mari propuso cocinarnos unas magras, animé a Lucía -que por cierto tiene una mano excelente con los postres- a que hiciera torrijas y le diera una sorpresa. Bastó uno de sus habituales cribados por los tutoriales de Youtube para dar con la receta.
Con el táper de torrijas todavía caliente, me acerqué a casa de mis padres para efectuar el intercambio. Pese a que la fiambrera de magras también estaba templada, la operación resultó de lo más fría: en el descansillo, sin besos, sin contacto, más parecida a un canje de prisioneros que a una entrega mutua de regalos gastronómicos.
De vuelta a casa, la llamada de mi madre devolvió al gesto de abuela y nieta la calidez robada por el confinamiento: "Las torrijas están buenisimas. A mí no me salen tan ricas". Casi imposible superar tal valoración.
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